sábado, 2 de septiembre de 2017

Vidas excesivas, El Ángel y Janis Joplin, en 2 secuencias discretas

Por Tesa Vigal


Hablar de los dos me ha recordado el famoso poema de Kavafis 'Viaje a Ítaca'. Lo he recitado con música de fondo de la peli 'Zorba el griego'.

Primero un poeta llamado ‘El Ángel’, publicado y relegado.
El poeta tragado por el agujero negro de la heroína, en los 80, El Ángel. Abriendo su libro al azar, tan pronto me estremece como me resulta obvio y, en el segundo caso, de pronto sus versos se escurren y de nuevo brillan ambiguamente.

Una amiga me pasó un libro. Me gustó tanto que quise comprarlo, pero en todas partes habían devuelto los ejemplares no vendidos, como suele suceder: “ya se sabe, la poesía no se vende...”, decían. Llamé por teléfono a la editorial y allí añadieron un dato nuevo: como había muerto meses atrás (esto sucedió en los 90) se había agotado la edición que habían vuelto a poner a la venta. En fin, asquerosa situación usual, supongo que debida al hecho de que la gente parece incapaz de valorar algo si no está etiquetado como algo valioso, trascendente (y desde luego la muerte es trascendente y misteriosa). Será por eso. Habrá que morirse. O tener la suerte de ser etiquetado antes, por alguien ya valorado por su etiqueta... Y así sucesivamente. ¿No?

El Ángel era un chico madrileño, relacionado en los años 80, artística y personalmente, con grupos musicales como Kaka de Lux, Alaska y los Pegamoides, o Parálisis permanente. Luego vivió una etapa de yonky, de desaparecido como todos los yonkys, después vino la liberación y el momento de escribir canciones y poemas, y poco después murió como si ya hubiera hecho lo que tenía que hacer y hubiera vivido lo que tenía que vivir. 

Algunos versos de su rotunda poesía, que a unos fascina y a otros repele, de “Los planos de la demolición”. Editorial El europeo-La tripulación.
“Ser un ángel no es un privilegio ni una elección / Ser un ángel agota y es para siempre / Es una especie de cruel destino”.
“Tienes todo el planeta a tu disposición / Lo tienes todo / Préndele fuego”.
Y un poema entero: “El Desierto                                                                                                                              
Todas estas estupideces que rondan mi cabeza me están volviendo loco, / poco a poco / Una y otra vez caigo en inútiles deseos imposibles y en pasiones / Presuntamente enterradas / El cachorro despierta y aúlla en la noche / Desértica / Estoy a mil años luz de todo / en un universo completamente lleno de vacío / quiero alcanzar el palacio imaginado / entre niños peces que se ahogan en los charcos / Quiero escapar de las garras del coloso / y quiero llenar mis manos con tu arena / blanca, fina, ardiente, inmaculada / quiero encontrar un arco iris infinito y dejar que mis exhaustos huesos                                               
descansen sobre él / Quiero jardines de rosas negras en los que la luz llene mi cerebro                       
Para siempre / Quiero flechas apasionadamente envenenadas clavadas en mi pecho.”

Por aquellos años yo escribí un relato, decepcionante como casi todo lo que escribo, nadando en el caos de la tierra de nadie, pero lo incluyo aquí porque lo escribí en una época excesiva para mí, la de la revista ‘Mandrágora y el pirata’, donde se publicó. También porque en él aparece Janis de alguna manera, su música irrepetible, estremecedora, recomiendo oírla mientras se lee. Su título ‘Casi un día de viaje con Janis J.’

“… pero qué importa baby / tal vez mañana no estemos aquí” (Janis Joplin)
La ventisca azotaba su cara. Hacía pesadas sus manos buscando más espacio dentro de sus bolsillos. Era un invierno inesperado, de ráfagas rotundas repletas de nieve desganada, y la autopista parecía abandonada al frío de enero.
Janis miraba al suelo. Luego, levantó poco a poco la cabeza y Sara, su amiga, recibió su desafiante mirada solitaria, por eso le sonrió con leve ironía.
-Recuerda Janis, “como un canto rodado …”
-Ya, como diría Dylan… ¿Crees que parará algún coche, alguna vez?
Sara se encogió de hombros, mirando al sol velado por el brillo de la nieve, por el gris de la cuneta y los rincones del aire, un gris de mar soñando sobre la huella del café en el estómago vacío.  Iban camino de Berlín y estaban cansadas.
Silencio casi siempre. Un coche salió de la niebla intermitente, demasiado veloz, y se perdió otra vez, para siempre, en la nieve.
-Estoy agotada.
Janis había gritado. Aquel grito, despierta, era igual al que Sara sorprendió una noche, a través de la puerta entornada en aquella casa compartida en París, mientras su amiga soñaba. También eran similares a los que lanzaba cantando y, tras ese desahogo murmuró.
- ¿Cómo es posible que nadie se fije en… -Dudó un momento- … ¿No sé, en nosotras?
- ¿A qué viene eso? Ayer, en la casa de esa gente…
Janis la interrumpió con rabia.
-Ayer necesitaba que me acariciaran, o que alguien hablara de verdad. Parecían algas muertas.
Tal vez recordó una fiesta tras un concierto, la noche que descubrió que, si la adoraban sobre el escenario, viéndola de lejos, de cerca y cara a cara les desbordaba su extenso interior, el mismo que expresaba en sus gemidos musicales alargados hasta el filo, y entonces la miraban con recelo sonriente, sin el menor interés por tratar con la persona que regalaba su abismo desgarrado sobre el micro. O aquella noche, en un cine de verano, con la piel quemando, la sal en la boca, la bolsa de patatas en las manos relajadas metiéndose en la película, porque allí se encontraba hermanada, comprendida.
Las dos miraron con desafío la carretera desierta y, enseguida, giraron la cabeza hacia el motor que se acercaba, más despacio que el otro coche, hasta pararse por fin unos metros más adelante. Con sus dos ocupantes, unos estudiantes de sonrisa fácil que compartieron café de un termo y galletas con aquellas chicas retraídas, aunque una de ellas liberaba una profunda risa en respuesta a sus ocurrencias tontas, cruzaron dos fronteras.
Llegaron al atardecer y buscaron en el mapa, abierto sobre sus rodillas, una calle desconocida, hacia el sur de la ciudad. Hacia más calor allí, el aire suspendido, ocupado en enlazarse con un sol blanquecino, y caminaron hacia aquella dirección a través de Berlín, hasta llegar a una casa antigua, cerca de un montón de ruinas conservadas como monumento de guerra, en una esquina redondeada.
Aquellos chicos sí que eran amables, con la amabilidad real tan lejos de formalismos. Les abrió la puerta uno de aspecto cansado, que revivió al colocar velas de colores sobre la mesa, y el otro salió poco después del baño, envuelto en una toalla, estrechándoles las manos con cálida soltura. Compartiendo su cena, hablaron del conocido común que les había dado su dirección, de casualidades disfrazadas, del movimiento constante, del vino del Rin mientras fregaban los cacharros en la cocina de muebles de madera, y luego salieron a la calle hacia un local pequeño, sencillo, lleno de gente brillando bajo luz ambarina, estrecho, de techos altos, donde tocaban timbales tres negros de frentes sudorosas, ropas indefinidas de colores hirientes, mirada remota, sonrisa generosa.
Se acercaron a la barra donde dos hombres jugaban al ajedrez. Una locura de risas unió a los cuatro en ciertos momentos, Janis bailó con los ojos cerrados, al volver a la barra observó un gesto cauteloso, otro sorprendido, y pasó la mano por el cabello del chico cansado. Sara miraba al otro, desafiándole. Alguien a su lado dijo que se iba, pero no se fue. Los negros se sentaron en una mesa a descansar entre cervezas y amigos, y un chico con máscara entró de puntillas, quitándose la bufanda. Quizás fuera carnaval…
Fue entonces, cuando Janis se volvió hacia su copa. La punta de un mechón de pelo rozó la ginebra, y ella, recogiéndolo despacio, lo chupó levemente. Sara la observaba y le habló en voz baja.
-Yo también quiero irme, ya…
- ¿Ya está visto todo Berlín?
Y se fijó entonces en la reluciente cafetera. Parecía muy nueva, pero en un lateral había una copa alta, de cristal tallado, que recibía, gota a gota, el agua sucia que resbalaba de la máquina.