Por Tesa Vigal
'Aguas tranquilas', de Naomi Kawase, comienza con la imagen de furiosas olas, en la costa nocturna del Japón rural. La tranquilidad del título alude a la aparente calma, el contenido silencio de uno de sus adolescentes protagonistas. También a la apacible, alegre serenidad con la que la madre de su novia, una chamana de dulce sonrisa, espera su muerte inevitable por una enfermedad incurable.
Nunca había visto el Japón rural actual. Y me conmovieron la comunicación sin palabras con el espíritu del árbol centenario, la presencia llena de alma en ese jardín donde la chamana contempla lo que nadie más ve. La relación lúdica, emotiva, de esa madre joven con su hija adolescente y su marido, una persona honda que practica el sentido del humor mientras fuma y charla con las dos. Esa escena en la que la chica se tumba en el regazo de su madre y ella, a su vez, se tumba en el regazo de su marido, y éste bromea diciendo que es una pena que él no tenga a nadie en quien tumbarse.
Canciones ancestrales, hogueras en la playa, ceremonia animista bajo la luna, viejecito pescador que parece salido de cualquier tiempo. Poderosas imágenes que van tornándose ambivalentes, luego laberínticas, según surge el atormentado mundo interior del chaval y su relación con su misteriosa madre y con su simpático padre que vive en Tokio y a quién va a visitar. Sus padres están divorciados y es como si su mundo interior estuviera desajustado por las dos facetas, aparentemente opuestas, que personifican su madre y su padre.
Tatuajes. Su novia, la hija de la chamana, que acostumbra bañarse vestida y bucear en el mar. El cadáver tatuado que aparece en la playa, al día siguiente de la fiesta lunar. Me fascinó esta historia abarrotada de matices y tormentas.
Ya había visto hace mucho tiempo 'El desencanto', de Jaime Chávarri. No tenía especiales ganas de verla otra vez, pero la quedada de la página del grupo de cine, que suelo frecuentar, era en el centro La tabacalera de Lavapiés. La balanza se inclinó por una visita al barrio de mi infancia. Hacía meses que no me pasaba por allí. Tampoco es mi barrio favorito (lo es Malasaña), pero la puñetera infancia es lo que tiene. Lavapiés me produce afectos encontrados porque allí están, en el aire, o en el aire en contacto conmigo, mis pozos afectivos. Ternura, traición, agujeros negros, vecinas esperpénticas, la salvación a través del rock, los libros, bailar... Así que siempre que voy algo me toca, removiéndome por dentro, por eso es posible que una película que vea allí me afecte más. Para bien o para mal.
Además es una original película, un documental que no lo es porque parece una película, sus protagonistas parecen de ficción aunque son auténticos. Está contada por ellos mismos, sin guión y sin trama. Diciendo lo que quieren ante la cámara, o charlando, o discutiendo, a su manera entre ellos. Y, claro, no es para menos porque el tema lo pide. El tema es la familia y nosotros en ella. En concreto una familia conflictiva, es decir a su manera. Porque, como decía Tolstoi todas las familias felices se parecen, pero las desgraciadas lo son cada una a su manera.
Sin embargo, me resultó curioso que para alguien de la página la película tratara de los Panero, motivo por el que no le interesaba. Se me ocurrió que esta película, proyectada en cualquier parte, se entendería muy bien porque familias hay en todos los sitios, aunque jamás hubieran oído hablar de dos poetas con ese apellido.
Seres que se preguntan, sin hacerlo, sobre su lugar en el mundo. Incómodos con ellos mismos y con su familia. La madre revive con la muerte de su marido. El hijo mayor aferrándose a un papel de poeta que, sin embargo, vive auténticamente el hermano mediano, por quien siente una corrosiva envidia. El hermano mediano, el extraño, el incómodo, el que menos encaja en esa familia de desadaptados. Quien reprocha a su madre haberle metido en un manicomio al enterarse de que tomaba drogas. Blandas, en aquellos años, es lo que había (las duras llegaron en los 80). En esa escena a tres, su madre se defiende justificándose por la situación insólita de aquellos tiempos y no saber qué hacer. El tercero en esa escena es el hermano pequeño. Encantador, lúdico y perdido, quizás el más melancólico de todos a pesar de ser quien más sonríe.
Y algunas de sus frases: "Todo lo que yo sé sobre el pasado, el futuro y sobre todo el presente de la familia Panero es que es la sordidez más puñetera que he visto en mi vida, que son todos una panda de memos..." (Michi). De Leopoldo: "el colegio era una institución penal" y "En la infancia se vive y después se sobrevive". Abajo fragmento de la peli. Está entera en youtube para quien le interese.
La tercera película peculiar es todo lo contrario. 'Pride' de Matthew Warchus es luminosa, alegre, solidaria, honesta. Me emocionó esa lucha a favor de, en lugar de contra de, que impregna de integridad esa historia real de apoyo de gays y lesbianas a los mineros galeses en los duros tiempos de la dama de hierro, Margaret Thatcher.
Cuestión de actitudes, de conectarse a un camino. Cuestión de corazón, de humanidad, de ludismo, de libertad. En una de sus frases, y la letra de una canción minera, se dice "queremos pan pero también rosas". Elemental, aunque a algunos se les olvide. Ambas cosas son imprescindibles para vivir. Como diría Lorca: "Pan para el cuerpo y pan para el alma".
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