martes, 9 de abril de 2013

Blue Valentine y Searching for a sugar man


Por Tesa Vigal


Esta película, dirigida por Derek Cianfrance, hace justicia a su título. Es un prolongado blues de esos con saxo arrastrado, que por momentos desemboca en respiración entrecortada, rumbo hacia el enigma del origen de una relación amorosa que ya contiene el germen de su final.

Sus magníficos intérpretes (Michelle Williams y Ryan Gosling) rezuman vida en cada uno de sus gestos, silencios, murmullos agotados o complicidad limitada disfrazada de conexión.

Esto último es la base de su historia y el de muchas otras nacidas de un intercambio de bromas, sonrisas sedientas de comunicación y alguna que otra cancioncilla. Aunque en este caso la letra de la canción que cantan los dos en la calle tiene una letra descarnada, a la que no se hace caso porque la necesidad de embellecer lo que existe esconde la auténtica naturaleza de su limitada relación. 


Es el deseo de amar y ser amados lo que se vuelca, con frecuencia, en esa persona que acabamos de conocer y no la auténtica ligazón que nos une a ella. Es también la falacia social de que el paso obligado en una relación amorosa es tener hijos y convivir en pareja. Es, en fin, el auto engaño de confundir una mínima complicidad con amor. Es decir, rechazamos los grados de comunicación personal, que son muchos y llenos de matices, reduciéndolos a convivencia sí, o ausencia de historia. Sin términos medios.

Sin embargo el hecho es que nos podemos llevar bien con alguien de múltiples maneras. Podemos sentirnos a gusto tomándonos un café. O como camaradas de juerga. O como un intercambio amistoso de gustos, o talantes. O como compañeros de cama. Pero tendemos a forzar esa mínima conexión para que cuadre en una historia amorosa, como sea. Naturalmente todo sucede, con frecuencia, de manera inconsciente. Y cuando esa mínima complicidad ha dado de sí todo lo que podía, el agotamiento, el vacío, la sensación de fraude, equivoco, incomprensión general, lo sentimos lleno de culpa y fracaso. Unas veces achacándolo a nuestra pareja. Otras, menos, admitiendo que ha sido por nuestra propia decisión. Y el viento de lo auténtico barre las miradas, revela el campo seco y nos enfrenta cara a cara con nuestra propia fragilidad áspera, sin vuelta atrás.


Este tipo de relación es el que cuenta la película, a través de escenas fragmentadas del principio y el final de su historia. Las primeras con su forma de conocerse, escenas conmovedoras por su propia limitación convencional. Las segundas por su densa aspereza desde el agujero del pozo seco a donde han llegado los dos. Patética y reveladora la escena en que su relación toca fondo. Cuando él le pide a ella que salgan a alguna parte esa noche (cosa que no hacen hace demasiado tiempo) y vayan a un hotel de citas, con una habitación temática, supuestamente amorosa. Al entrar a ese recinto sórdido, claustrofóbico, iluminado con envolvente luz azulada, él comenta: "parece la vagina de un robot". Allí forzarán un encuentro, sin ganas, pura intencionalidad. Haciendo como que se desean sin lograrlo. Incluso reconociéndolo tibiamente, sin que importe ya, a pesar del cabreo de él que no es más que su carácter rebelde y en ese momento se revela más que nunca como rebeldía estéril. Sin causa. Sin base. Y cuando ella, siguiendo la puesta en escena de él, se tumba en el suelo y se quita las bragas, él no tiene más remedio que reconocer la falacia del momento y grita: "no quiero tu cuerpo, te quiero a ti". Pero eso es justamente lo que no tienen ninguno de los dos, desde hace ya mucho tiempo. No se tienen uno al otro, en realidad nunca se han tenido. (abajo foto)


Y esa escena final, abrupta, sin salida, con el gesto de rabia despectiva de él alejándose de ella. Y ella, sin tener siquiera un gesto como respuesta. Comunicación cero.

En el documental 'Searching for sugar man' de Malik Bendjelloul, mejor documental en los oscar de este año, lo que se busca no es el amor siempre esquivo sino las huellas de un mito envuelto en leyenda y rezumando equívocos. Porque el protagonista buscado, un cantautor americano de origen mexicano llamado Rodríguez, era una estrella de rock en la Sudáfrica del apartheid, cuya música eran lemas multitudinarios entre la juventud en rebeldía contra aquel intolerante régimen racista. En Sudáfrica creían que también era una estrella del rock en todo el mundo, como mínimo en América. Pero no era así. Lo que van descubriendo los dos tipos sudafricanos que le admiran, dispuestos en un principio a descubrir la realidad de su leyenda que cuenta que desapareció misteriosamente de los escenarios. O bien que se suicidó en plena actuación, en mitad del escenario. 


Comienza así una labor detectivesca que les lleva a una historia de un músico sin éxito, conmovedor en su vida cotidiana, que jamás recibió el dinero de los miles y miles de discos vendidos en Sudáfrica, que ignoraba su propia leyenda, su éxito allí, que había ido teniendo una vida paralela en América, trabajando en cualquier cosa, viviendo en la misma casa decrépita durante décadas. 

Búsqueda de la identidad, más allá del rastreo de la pista del propio Rodríguez. ¿Músico genial incomprendido? ¿discípulo de Dylan con mala suerte? ¿reflejo conmovedor de su propia poesía? ¿Quién otorga el prestigio? Y mucho más misterioso ¿qué es lo relevante en un artista?

De ahí la siguiente pregunta ¿qué es el arte y cómo llega y a quién y cuándo? Mientras veía este fascinante documental, que nada tiene que ver con los documentales al uso, recordé la creencia de Henry Miller en su librito sobre la poesía a través de la obra del poeta Rimbaud 'El tiempo de los asesinos', editorial alianza. Su hipótesis es que el arte cuando es auténtico toca el alma de la gente, pero no se sabe cuándo, ni cómo, ni a quienes. Porque el arte no es cosa de erudición sino de sensibilidad. 


La manera de caminar en la nieve de Detroit (¿o era Chicago?) de Rodríguez, con el cuidado entregado y humilde de una vida con sentido, aunque exteriormente algunos la llamarían fracasada. No lo es ninguna vida cuando se vive con un sentido personal e íntimo, porque entonces escapa de ese tipo de etiquetas. El pudor de gafas negras con las que protege las capas profundas de su alma. La perplejidad de sus hijas, ante un padre ya abuelo, que de pronto surge ante ellas con una historia paralela de artista que nunca tuvieron en cuenta, o directamente desecharon como peripecias juveniles sin ninguna importancia.

Yo diría que ambas películas preguntan dos cosas:
¿Hay alguien ahí? ¿quién está ahí? 

1 comentario:

Anónimo dijo...

Impresionante Sixto Rodríguez. A ver sí puedo encontrar el documental, pero por lo que escribes en la entrada y por lo que intuyo, este tío es lo que considero un artista, alguien que que no tiene pretensiones ni demasiado interes por vivir del mundo que aflora de su interior.

Gracias, por el post.